Hoy, al revolver el baúl del desván, mis manos tropezaron otra vez con el cuchillo. Es viejo. Lo he visto infinidad de veces, desde mi infancia. Según me dijeron, vino de Japón, junto con otras cosas que dejó mi abuelo al suicidarse. Ya no sirve para nada, y me pregunto si alguna vez sirvió para algo. A mí no me sirve ni de cortapapeles, pues la hoja es demasiado larga y en curva.
¿Para qué lo conservo? La verdad es que no soy yo quien lo conserva, él se conserva solo.
Simplemente está ahí, se queda ahí. Y hoy, al tropezar con él, he pensado en tirarlo. Pero, ¡qué resistencia! No lo puedo poner de patitas en la calle. Se prende a mi vida, con fuerza. Se quedará conmigo, ya lo veo, hasta el final. Donde voy, va él, entre los muebles de la mudanza. Por lo visto no tiene otro sitio donde ir y permanece a mi lado. No nos decimos nada. Sólo tenemos de común el tiempo que pasamos juntos. Inútil, inútil mi voluntad de tirarlo a la basura. ¿Qué querrá? Empiezo a preocuparme. Al empuñarlo me tira de la mano y su hoja me roza el vientre.
Enrique Anderson Imbert (1910-2000)