Descubrí en Méjico algo entonces desconocido para mí: la vida galante.
Ocurría que, a veces, me llamaba al teléfono una voz femenina:
-¿Es usted Juan Belmonte, el torero español?
-Yo soy, señorita. ¿En qué puedo servirla?
-Es que... tenía mucha curiosidad por conocerle, ¿sabe?
-¡Allá voy! -bromeaba yo con tono impetuoso.
El hilo del teléfono me traía una carcajada que me retozaba en el cuerpo. Luego, una pausa:
-¡Oh! Es imposible. Soy mujer decente; estoy casada y me comprometería. Verá usted....
Y nos enzarzábamos en un largo diálogo telefónico, al final del cual, la temerosa desconocida accedía invariablemente a darme una cita con el mayor secreto. Por lo general, eran citas en sitios inverosímiles, porque las mejicanas eran muy noveleras. Una me citó a medianoche, junto a las tapias del cementerio francés. Allá fui y allá estaba. Otra, con la que charlaba por teléfono una madrugada, me dijo:
-Venga ahora mismo a tal calle. Deje usted el coche en la esquina y pase despacito por la acera de la derecha. Cuando llegue a una ventana en cuya reja habrá un pañuelo atado, allí estaré yo. ¡No se detenga, por Dios, ni hable una sola palabra, que me pierde usted! Pasa, me ve y se marcha. ¿Me promete hacerlo así?
Lo prometí todo y, en efecto, detrás de una reja voladiza, en la que vi atado un pañuelo, estaba ella. Era guapa de veras. Sólo la vi un segundo. Le di un beso y se escondió. Yo seguí calle arriba. Al llegar a la esquina di media vuelta y volví a pasar. Me devolvió el beso, cerró la ventana y ya no la vi más. Aquellas aventuras galantes con las muchachas noveleras me cogían de nuevas y me entusiasmaban. A todos los toreros españoles nos pasaba lo mismo. Porque no era sólo a mí a quien llamaban por teléfono las muchachitas que se aburrían y querían divertirse. Aquello respondía, por lo visto, a una tradición de galanteria, fundada por los compatriotas que nos habían precedido. Los toreros españoles debíamos tener allí buena fama entre las mujeres. Las llamadas femeninas por teléfono llegaron a ser el principal atractivo que Méjico tenía para nosotros. Y mutuamente nos hacíamos sabrosas confidencias sobre nuestras aventuras y nos embromábamos simulando voces de mujer para darnos citas falsas, con la consiguiente decepción del embromado, que luego comentábamos riéndonos las tripas.
Manuel Chaves Nogales (1897-1944)