-¿Te han cortado? -preguntó el hombre.
-No -dijo ella-, siempre he sido así.
Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Dijo:
-No comas yuca, ni plátanos, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa.
Ella obedeció al sábelotodo. Con paciencia tragó los mejunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungúentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
-No te preocupes.
El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca.
Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:
¡Lo encontré! ¡lo encontré!
¿Qué encontraste?
¡El remedio!
Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.
-Es así -dijo el hombre, aproximándose a la mujer.
Cuando acabó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas, invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos, y era tanta su hermosura que se morían de vergúenza los soles y los dioses.
Eduardo Galeano