Carezco de realidad, temo no interesar a nadie. Soy un guiñapo, un dependiente, un fantasma. Vivo entre temores y deseos; temores y deseos que me dan vida y que me matan. Ya he dicho que soy un guiñapo.
Yazco en la sombra, en largos e incomprensibles olvidos. De pronto me obligan a salir a la luz, una luz ciega que casi me asegura la realidad. Pero luego se ocupan otra vez de ellos y me olvidan. De nuevo me pierdo en la sombra, gesticulando con ademanes cada vez más imprecisos, reducido a la nada, a la esterilidad.
La noche es mi propio imperio. En vano trata de alejarme el esposo, crucificado en su pesadilla. A veces satisfago vagamente, con agitación y torpeza, el deseo de la mujer que se defiende soñando, encogida, y que al fin se entrega, larga y blanda como una almohada.
Vivo una vida precaria, dividida entre estos dos seres que se odian y se aman, que me hacen nacer como un hijo deforme. Sin embargo, soy hermoso y terrible. Destruyo la tranquilidad de la pareja o la enciendo con más cálido amor. A veces me coloco entre los dos y el íntimo abrazo me recobra, maravilloso. Él advierte mi presencia y se esfuerza en aniquilarse, en suplirme. Pero al fin, derrotado, exhausto, vuelve la espalda a la mujer, devorado por el rencor. Yo permanezco junto a ella, palpitante, y la ciño con mis brazos ausentes que poco a poco se disuelven en el sueño.
Debí comenzar diciendo que todavía no he acabado de nacer, que soy gestado lentamente, con angustia, en un largo y sumergido proceso. Ellos maltratan con su amor, inconscientes, mi existencia de nonato.
Trabajan largamente mi vida entre sus pensamientos, manos torpes que se empeñan en modelarme, haciéndome y deshaciéndome, siempre insatisfechos.
Pero un día, cuando den por azar con mi forma definitiva, escaparé y podré soñarme yo mismo, vibrante de realidad. Se apartarán el uno del otro. Y yo abandonaré a la mujer y perseguiré al hombre. Y guardaré la puerta de la alcoba, blandiendo una espada flamígera.
Juan José Arreola, Confabulario total (1962)