Esto fue en el primer otoño de la guerra.
El muchacho -veinte años- era teniente; el padre, soldado, por no abandonar al hijo.
En la Sierra dieron al hijo un balazo y el padre le cogió a hombros. Le dieron un balazo de muerte. El padre ya no podía correr y se sentó con su carga al lado.
-Me muero, padre, me muero.
El padre le miró tranquilamente la herida mientras el enemigo se acercaba. Sacó la pistola y le mató.
A la mañana siguiente, fue a la cabeza de una descubierta y recobró el cadáver del hijo abandonado en mitad de las peñas. Lo condujo a la posición. Le envolvieron en una bandera tricolor y le enterraron.
Asistió el padre al entierro. Tenía la cabeza descubierta mientras tapaban al hijo con la tierra aterronada, dura de hielo.
La cabeza era calva, brillante, con un cerquillo de pelos canos alrededor. Con la misma pistola hizo saltar la tapadera brillante de la calva.
Quedó el cerquillo de pelo gris rodeando un agujero horrible de sangre y sesos.
Le enterraron al lado del hijo.
El frío de la Sierrra hacía llorar a los hombres.
Arturo Barea (1897-1957)