El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió
estrangulado.
Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y
aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso
que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino.
La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya
iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron
despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre
la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido
por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían
dejado encerrada con llave en el cuarto.
Llenos de terror, acudieron la policía y el juez. Era su
deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un
dedo, porque era vigorosa como si en ella radicase junta toda la fuerza de un
hombre fuerte.
¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el
suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano?
Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle
la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: "Soy la mano
de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con
ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia".
Ramón Gómez de la Serna (1888-1963)