Sábato caminaba entre las gentes, pero no lo advertían, como si fuera un ser viviente entre fantasmas. Se desesperó y comenzó a gritar. Pero todos proseguían su camino, en silencio, indiferentes, sin mostrar el menor signo de haberlo visto ni oído.
Entonces tomó el tren para Santos Lugares.
Al llegar a la estación, bajó, caminó hacia la calle Bonifacini, sin que nadie lo mirase ni saludase. Entró en su casa y se produjo una sola señal de su presencia: Lolita mudamente ladró con los pelos erizados. Gladys la hizo callar, irritada: estás loca, pareció gritarle, no ves que no hay nadie
Entró a su estudio. Delante de su mesa de trabajo estaba Sábato sentado, como meditando en algún infortunio, con la cabeza apretada sobre las dos manos.
Caminó hacia él, hasta ponerse delante, y pudo advertir que sus ojos estaban mirando al vacío, absortos y tristísimos.
-Soy yo -le dijo.
Pero permaneció inmutable, con la cabeza entre las manos.
-Soy vos, insistió.
Pero tampoco se produjo ningún indicio de que el otro lo oyera o lo viese. Ni el más leve rumor salió de sus labios, no se produjo en su cuerpo ni en sus manos el más ligero movimiento.
Los dos estaban solos, separados del mundo. Y, para colmo, separados entre ellos mismos.
De pronto observó que de los ojos del Sábato sentado habían comenzado a caer lágrimas. Con estupor sintió entonces que también por sus mejillas corrían los característicos hilillos fríos de las lágrimas.
Ernesto Sábato ( Abaddon, el exterminador)