La ropa interior, el transparente corpiño, las medias que dibujan un ascenso sedoso hacia los muslos. Todo lo consentirá en su momentánea ignorancia, como si todavía creyera estar jugando con otra sombra, pero bruscamente se inquietará cuando la falda ciña su cintura y sienta los dedos que abotonan la blusa entre los senos, rozando la garganta que se alza hasta perderse en un oscuro surtidor. Rechazará el gesto de coronarla con la peluca de flotante pelo rubio y habrá que apresurarse a dibujar la boca con la brasa del cigarrillo, deslizar sortijas y pulseras para darle esas manos con que resistirá inciertamente mientras los labios apenas nacidos murmuran el plañido inmemorial de quien despierta al mundo. Faltarán los ojos, que han de brotar de las lágrimas, la sombra por sí misma completándose para mejor luchar, para negarse. Inútilmente conmovedora cuando el mismo impulso que la vistió, la misma sed de verla asomar perfecta del confuso espacio, la envuelva en su juncal de caricias, comience a desnudarla, a descubrir por primera vez su forma que vanamente busca cobijarse tras manos y súplicas, cediendo lentamente a la caída entre un brillar de anillos que rasgan en el aire sus luciérnagas húmedas.
Julio Cortázar (Último round)