martes, 20 de mayo de 2014

BACO

Sólo aquí en Salamanca hay más bares que en toda Bélgica. Dos por cada cien habitantes.
No habría lugar aquí para hacer una clasificación de esos establecimientos por especialidades y categoría. Ni tiempo apenas para indagar las causas. Permítasenos mejor señalar un dato que hace más sorprendente el número si cabe: Salamanca no es precisamente famosa por sus caldos.
Antes de los primeros cubalibres de los estudiantes portorriqueños ya era la capital pródiga en tascas y cafés. Odres y tinajas, frascas y pellejos compondrían el inocente y pintoresco decorado de bodegones y tabernas. Y qué decir de la clientela. Una relación convenientemente manipulada de asiduos nos habla de estudiantes, esclavos, clérigos, casados, romeros y hasta proscritos de la raza mora. Tinta más de grabado de época aportaba la presencia de arreadores, mozos de mula y fulleros. A las botillerías concurrían los poetas bucólicos esperando el favor de la atención y evitando mirar el agua de limón granizada con nieve. De repente en el XIX todo el mundo toma chocolate con vainilla en el Suizo.
Bajo los soportales los humildes pagaban el recuelo del café.
                                                                                                                 Aníbal Núñez