Los libros tienen sus propios hados. Los libros tienen su propio destino. Una vez escrito -y mejor si publicado, pero aun esto no es imprescindible- nadie sabe qué va a ocurrir con tu libro. Puedes alegrarte, puedes quejarte o puedes resignarte. Lo mismo da: el libro correrá su propia suerte y va a prosperar o a ser olvidado, o ambas cosas, cada una a su tiempo.
No importa lo que hagas por él o con él. Puede quedarse escondido y escrito en cifra en un desván y ser descubierto ciento treinta y dos años más tarde; estar en todas las vitrinas y en manos y en boca de todos y pasar al olvido inmediatamente después de tu muerte, cuando para la gente seas apenas un nombre o un fantasma, o ni tan sólo un fantasma; cuando hayas desaparecido y ya ninguno te tema o espere favores de ti; o ya no seas simpático y tu famoso ingenio no haga reír más a nadie, porque nadie estará ahí para reírse, ni contigo y ni siquiera de ti.
O al contrario, donde los dulces novios pasaban de largo agarrados de la mano sin dignarse echar una mirada a tu querido libro, del que sólo tú sabes el trabajo que te costó, el amor que le pusiste y las dudas que te inspiró sumiéndote en la desesperanza, la sensación de impotencia y el rencor; donde la buena gente distraída te ignoraba, ahora lo toma en sus manos incrédula ante tanta maravilla que antes ni sospechaba, lo paga y se lo lleva a su casa, habla de él con sus amigos, lo presta o no lo presta, según, subraya párrafos, y en la noche, no importa la hora, despierta a su esposa o esposo y le dice oye esto.
Ahora tu libro va debajo de los más extraños brazos y se halla en todas las mentes.
Calma; no sufras: mañana lo va a estar también y pasado mañana, y todos los días y los siglos venideros. Resulta que los aplausos que recibió eran en realidad merecidos, y los premios que le dieron también y, como hoy, las cosas seguirán igual y hasta mejor: los niños de las escuelas irán el día de tu aniversario a la calle que lleva tu nombre, y el ministro dirá su discurso, mil quinientos años lejos, y podrás ver desde el lugar en que estés a aquellos seres extraños diciendo palabras en un idioma que ya no comprendes, y en un momento dado el ministro levantará la vista y el brazo y agitará su papel en la mano como saludándote y como diciéndote no te preocupes por tu mensaje, estamos contigo y te queremos mucho; mientras, los niños mirarán asimismo hacia lo alto y se llevarán la mano a los ojos cubriéndolos no sabrás si del sol o de tu propio resplandor.
Augusto Monterroso La palabra mágica