jueves, 11 de diciembre de 2014
El "compadrito"
Juan Pedro Rearte no pudo pensar, ni aun sentir confusamente, porque, al igual de todos los individuos de su profesión, era lo que en el lenguaje familiar de entonces se llamaba "un compadrito". Ahora bien: el compadrito era instintivamente conservador, como lo son todos los hombres satisfechos de sí mismos, y nada más vano de su persona que aquellos cocheros de requintada gorra de visera, clavel tras de la oreja, pañuelo de seda al cuello, pantalón abombillado a la francesa y breves botines de alto taco militar. El orgullo de su condición evidenciábase a cada momento, en los arabescos que dibujaban en el aire con la fusta al arrear los caballos; en los floreos con que exornaban en su cometa de asta las frases más sabidas de los aires populares; en la vertiginosa destreza con que daban vueltas a la manivela del freno; en la dulzura socarrona de sus requiebros a las mucamas, y en el desprecio burlón de sus intimidaciones a los rivales en el tráfico.
Solo cuando abandonaba la elevada plataforma -tribuna ambulante de galanterías y denuestos- tornaba el cochero de tranvía a su humilde condición de proletario. Pero esa vuelta a la oscuridad era demasiado breve para darle tiempo a reflexionar sobre lo inane de su orgullo.
Trabajando diez horas al día, faltábales el ocio, engendrador de todos los vicios y, en particular, del más terrible de todos ellos: el vicio filosófico del pesimismo y la timidez...
Pilar de Lusarreta