Durante
los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los
internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se
resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del
tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se
dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el
de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos
videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer
brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que
saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que
tal cosa sea posible para unos ciegos.
Por
desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la
pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista.
Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último
consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba
cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a
salir mal.
Este
primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido
de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A
partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la
indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y
hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos
las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por
lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los
trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las
necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque,
caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta
cuestión suscitó la aparición de dos partidos.
Para
sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo
edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero
esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo.
Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más
quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró
largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de
suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un
sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había
consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin
embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas
personas autorizadas a opinar en materia de música.
Herman Hesse