Quiero saber.
Fue a mediados de 1970, en el oriente de Cuba. El hombre estaba ahí, plantado en la puerta, esperando. Me disculpé. Le dije que poco entendía yo de marxismo, algo nomás, alguito, y que mejor consultaba a un especialista en La Havana.
-Ya me llevaron a La Havana -me dijo-. Allá me vieron los médicos. Y me vio el comandante. Fidel me preguntó:
"Oye, ¿y lo tuyo no será ignorancia?"
Por comer vidrio, le habían quitado el carnet de la Juventud Comunista.
-Aquí, en Baracoa, me hicieron el proceso.
Trígimo Suárez era miliciano ejemplar, machetero de avanzada y obrero de vanguardia, de esos que trabajan veinte horas y cobran ocho, siempre el primero en acudir a voltear caña o tirar tiros, pero tenía pasión por el vidrio.
-No es vicio -me explicó-. Es necesidad.
Cuando Trígimo era movilizado por cosecha o guerra, la madre le llenaba la mochila de comida: le ponía algunas botellas vacías, para el almuerzo y la cena, y para los postres, tubos de luz en desuso. También le ponía unas cuantas lámparas quemadas, para las meriendas.
Trígimo me llevó a la casa, en el reparto Camino Cienfuegos, de Baracoa. Mientras charlábamos, yo bebía café y el comía lámparas. Después de acabar con el vidrio, chupaba, goloso, los filamentos.
-El vidrio me llama. Yo amo al vidrio como amo a la revolución.
Trígimo afirmaba que no había ninguna sombra en su pasado. Él nunca había comido vidrio ajeno, salvo una sola vez, cuando estando muy loco de hambre le había devorado los anteojos a un compañero de trabajo.
Eduardo Galeano