Había guardado su postura provocante.
Ordenó:
-¡Besa!
-Pero... -dije-, ¿delante de todos?...
-¡Claro!
Temblaba; yo la miraba inmóvil; ella me sonreía tan dulcemente que me hacía estremecer. Al fin, me arrodillé; titubeando, puse mis labios sobre la llaga viva. Su muslo desnudo acariciaba mi oreja: me parecía escuchar un ruido de olas como el que se escucha en las caracolas marinas. En la insensatez del burdel y en medio de la confusión que reinaba a mi alrededor, yo permanecía extrañamente en suspenso, como si Edwarda y yo nos hubiéramos perdido en una noche de vendaval frente al mar.
G. Bataille (1937)