El señor Silicoso está completamente loco si se imagina que voy a darle una hormiga. Por el momento no pide más que una, creyendo que va a convencerme con su modestia, pero al principio pedía mucho más, quería cantidad de hormigueros, legiones de hormigas, prácticamente todas las hormigas.
Está loco. No solamente no voy a darle la hormiga sino que tengo la intención de pasearme delante de su casa llevándola conmigo para hacerlo rabiar. Procederé de la manera siguiente: primero me pondré mi corbata amarilla, y después de haber elegido la más esbelta y vivaz de mis hormigas, la soltaré para que se pasee por la corbata. Habrá así un doble paseo, en el que yo iré y vendré frente a la casa del señor Silicoso y mi hormiga irá y vendrá por mi corbata. ¿He dicho un doble paseo? Más bien una apertura infinita de paseos en espiral, pues si bien la hormiga se pasea por mi corbata, mi corbata se pasea conmigo y, en ese mismo momento, el señor Silicoso, que cree estar inmóvil se asomará al balcón a tiempo para ver a mi hormiga perfectamente dibujada con todas sus patas y sus antenas sobre mi corbata amarilla que le parecerá, pobre hombre, una espada flamígera. Entonces empezará a soltar por boca y nariz una baba semejante al macramé, y su esposa e hijas acudirán para hacerle respirar sales y tenderlo en el canapé del salón. Salón que conozco demasiado bien, después de tantas veladas que he pasado bebiendo té casi frío junto a esa familia ávida de insectos.
Julio Cortázar (1969)