12 de mayo de 1958
Una sonrisa suave embellecía su rostro de señora de cincuenta y dos años. Se cumplían doce de la muerte de Pedro Henríquez Ureña. Lo recordamos y ella repitió lo que me había dicho en 1946: por mi juventud, la pérdida era irreparable, pero nada borraría en mí el recuerdo de mi gran maestro. Vagué por el dormitorio. Los ojos de mi madre no se separaban de mí. Condenada por una cruel dolencia cardíaca, nunca manifestó fatiga ni queja alguna y fue fuente de vida y solidaridad para los demás. Cuando decidí retirarme, retuvo mis manos en las suyas y me dijo: No permitas que te destruyan. Me dormí pensando en esas palabras. Durante la noche soñé que cumplía diversas diligencias en la ciudad y en La Plata y que las mismas me angustiaban. A la mañana me avisaron que mi madre había muerto. Corrí al departamento de Viamonte casi Maipú. Ya se estaban cumpliendo los primeros movimientos propios de tan triste circunstancia. En la primera pausa del dolor, abrí, seguro, el cajón de su mesita. Ahí estaba la carta, escrita en la víspera con su serena letra inglesa. Me rogaba que cumpliese diversas diligencias en Buenos Aires y en La Plata: eran las que había soñado.
Roy Bartholomew Siete noches (1977)