Quería pintar, y no podía. Quería escribir, y no sabía. A veces escribía algún cuento, y a veces se lo llevaba a Juan Carlos Onetti.
Él estaba siempre en cama, por pereza, por tristeza, rodeado de pirámides de puchos*, tras una muralla de botellas vacías. Yo me sentía en la obligación de emitir frases inteligentísimas. El maestro Onetti miraba al techo y no abría la boca más que para bostezar, fumar y beber, lenta sueñera, pitadas lentas, tragos lentos, y quizá mascullaba algún fruto de sus prolongadas meditaciones sobre la situación nacional e internacional:
-La cosa se jodió -decía- el día que los milicos** y las mujeres aprendieron a leer.
Sentado a su orilla, yo esperaba que él me dijera que aquellos cuentitos míos eran indudablemente geniales, pero él callaba y a lo sumo gruñía o me estimulaba así:
-Mirá, pibe. Si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó, habría llegado a ser director de la banda del pueblo.
* (colillas de cigarrillo)
** (militar o policía)
Eduardo Galeano