Me incliné sobre él para que me oyera.
-Uno cree que los años pasan para uno -le dije- pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firma:
-Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
-Es la verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
-Precisamente porque ya no soy aquel niño -me replicó- tengo que matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
-Puedo hacer una cosa -le contesté.
-¿Cuál? -me preguntó.
-Despertarme.
Y así lo hice.
Jorge Luis Borges el oro de los tigres (1972)