Inmediatamente la luna corrió a ocultarse tras las nubes, y una lluvia mezclada de relámpagos y ramalazos de viento fustigó mi ventana mientras las veletas graznaban como grullas apostadas en el bosque, aguantando el chaparrón.
Saltó la prima de mi laúd, suspendido en el tabique; el jilguero sacudió el ala en la jaula; algún espíritu curioso volvió una hoja del Roman de la Rose que dormía en mi pupitre.
De repente estalló el rayo en lo alto de Saint-Jean. Los hechiceros, heridos de muerte, cayeron desvanecidos, y desde lejos vi sus libros de magia arder como una antorcha en el negro campanario.
El espantoso resplandor teñía con las llamas rojas del purgatorio y del infierno los muros de la iglesia gótica y prolongaba sobre las casas vecinas la sombra de la estructura gigantesca de Saint-Jean.
Las veletas se oxidaron; la luna atravesó las nubes gris perla; la lluvia no caía ya más que gota a gota desde el alero del tejado, y la brisa, abriendo mi ventana mal cerrada, arrojó sobre mi almohada las flores de un jardín sacudido por la tormenta.
Aloysius Bertrand Gaspard de la Nuit (1842)