En el vientre, las caderas, la alta catedral de la vagina, me das sombra, moviéndome de estatua en estatua, buscando tu máscara de muerte. En el líquido amniótico, en la médula, en el oscuro sexo en que habitas, en el feto apretado en el cuello del útero. En la clavícula, el tarso, el amargo ano. No son palabras las que crecen en mí cuando veo los zarcillos de músculos trepar por tu torso, no hay palabras para los dedos apoyados en tu rostro, quietos, delicados cilindros de carne y hueso. No hay palabras, sino un vocabulario que corre por nosotros como el mar, devorador. Un cantar paralizado y sin nombre en el espinazo. Una misa interior, más negra que el sacrilegio. ¡Una danza de fibras a lo largo de la piel, una acción nueva, un tema tan nuevo como una simiente, una agonía, una venganza, un universo! Dios salve la señal, soy yo quien ha sido elegido para interpretar estas sílabas frenéticas que se alzan entre nosotros, apocalípticas, deslumbrantes, sonoras y agudas como un clarín. Aquí están las perlas que fueron sus ojos. Avanzo por ti como un borracho hacia el universo de un millón de brazas, pero es difícil. Me enredo en tu carne. Mis pasos se ven dificultados por las suntuosas envolturas de momia de la piel, por la delicada ruptura de las membranas, las órbitas temblorosas de las que han sido arrancados los ojos. Es difícil averiguar mi dirección. No tengo brújula. Sólo este envoltorio de agonías que se mueven en un aterrorizado retroceso, mientras las vísceras se apartan de los dedos intrusos del cirujano. Tened piedad de mí, he nacido viejo. No muerto, sino viejo. Increíblemente antiguo y mártir de la tara hereditaria.
Lawrence Durrell El libro negro (1938)