Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino. Pero es lo primero que se conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es sólo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿ Y qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo,...? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar.
Julio Ramón Ribeyro ( Lima, 1929 )