Querido George R. Preedy: Acabo de leer tu cuento "Cosecha de manzanas silvestres". Perdóname, pero yo lo hubiera contado así.
De una aldea devastada por la guerra sale una vieja empujando una carretilla sobre la que hay un rústico ataúd.
La rodean soldados, borrachos de vino y de victoria. ¡Si esa mujer fuera un poquito más joven! Carne fresca, hace tiempo que no ven.
-¡Eh, abuela, toda tu aldea ha quedado cubierta de cadáveres! ¿Qué de especial tiene éste que llevas para que así te mates empujándolo cuesta arriba?
La vieja explica que va a enterrar a su marido en el cementerio del convento, en lo alto de la colina. Los soldados se burlan:
-¡Ah! ¿con que estás fuerte todavía?
Un apuesto capitán, para poner término a las burlas de los soldados, que son capaces de cualquier barbaridad, finge también burlarse, encaja una rosa entre los harapos de la vieja y le dice:
-¡Vamos, sigue tu camino, bella mía!
Carcajadas por lo de "bella mía". La vieja sigue, cada vez más extenuada, más dolorida, más enferma. Ahora el cementerio del convento está a la vista. La vieja no tiene más fuerzas que para abrir el ataúd -del que sale una hermosa doncella- y exclama:
-¡Judith, querida, estás a salvo! Los soldados ni sospechan que existes. Corre al convento y refúgiate allí.
Yo no doy más.
Y cae muerta.
Judith mira el convento -lo único sombrío en esa espléndida tarde- , se inclina sobre el repulsivo cadáver de la abuela, le arranca la rosa, se la pone entre los pechos y baja hacia la aldea pensando en el apuesto capitán a quien ha entrevisto por una rendija del ataúd.
Enrique Anderson Imbert