Homo peccator el que esta noche se disfraza de bonete y polainas, dice llamarse Filiberto de Rengo, desliza hacia tu alcoba en penitencia su pernicioso tobillo, y luego su pezuña que encubre la malicia de su pata de mulo. Ten cuidado, Obdulia, del cardiaco Quasimodo, sibilino y lascivo. Te cortará con una gillette los nueve velos que cubren tu fanatismo, tu ira, tu rencor.
No acoples con el enviado diabólico. Triste figura la suya: gordo, coludo, culón, recatado pero gracioso, de cuchillo sin vaina, callos locos, bocio y pelvis púrpura; dominado por la artrosis, los espíritus, el bloqueo, la arritmia. Con marcapaso cojo y peluca como una zorra terca, un higo, una chirimoya que muere.
No ayuntes, Princesa de los Inútiles: que nadie toque tus almorranas. Cuídate de la pezuña del Trauco que se derrumba sobre la soltería del tálamo como un pie humanista. No hagas módulo con nadie y hunde tus caderas: acolmíllale el tobillo y gana tiempo, coqueta, pero no le muerdas la pezuña, por nada del mundo me la muerdas.
Deja tranquila tu curva, suelta tus nalgas, cierra los ojos y duérmete. ¿No te bastó mi cariñoso papá? Es cierto que se fue en sangre, pero era el toro de la familia y sabía de modernismo.
Me confieso, Obdulia: siento pánico cuando me miro en tu culo sutil.
Hernán Lavín Cerda