Había en mi pueblo, de cuyo nombre no quiero acordarme, un poeta que escribía tragedias. Luego las leía a los señores del casino que se las celebraban con aplauso, pero que, previamente aunados en un común sentir, le aseguraban que eran óperas. Cada vez que el poeta escribía una tragedia le salía una ópera.
Como el suceso parecía bastante extraordinario, el poeta fue objeto de fingidos exámenes gracias a los cuales pudo descubrirse que en el cielo de la boca tenía un ángel. En su paso a través del ángel, la materia trágica emitida se transformaba para los oyentes en materia musical y cantada. El poeta fue expuesto, con la boca abierta, en el escaparate de un comercio de tejidos para que el común de las gentes pudiera ver al ángel.
Conocí después a un poeta de aquel mismo lugar que, acometido de inocencia, quería componer himnos. Y siempre que escribía un himno le salía un plañido o una rota palabra amarga o melancólica. Alcanzó este segundo poeta celebridad menor o nula, y nunca fue públicamente expuesto. De haberlo sido, habrían podido contemplar sus sórdidos paisanos cómo aún guardaba en el cielo de la boca el abrasado rastro de otro ángel caído.
José A. Valente