En la época en que el señor Francesco degli Ardelaffi era señor de Forli, sucedió una vez que el señor Dolcibone vino a esta ciudad y quiso, para que se cumpliera una sentencia, hacer castrar a un cura; pero no encontró a nadie que supiera hacerlo, por lo que él mismo tuvo que encargarse de tan penosa operación a instancias del gobernador. Hizo preparar un tonel, y desfondando uno de sus lados, lo envió a la plaza, mandando conducir a ella al cura, y provisto de una navaja de afeitar y de un saquito se dirigió también al mismo lugar.
Cuando llegaron los dos, las gentes de Forli estaban ya allí para gozar del espectáculo, y el señor Dolcibone hizo quitar al cura los grillos y ordenó que se pusiera a horcajadas sobre el tonel, de tal modo que sus sagrados testículos pasaban por el agujero que sirve para llenar estas vasijas. Hecho esto, entró en el tonel por debajo, y con su navaja de afeitar cortó en redondo la piel de las bolsas, que metió en el saquito, y todo lo colocó en su faltriquera, con la maliciosa intención de sacar algún beneficio de ellas. El cura, desmayado de dolor, fue retirado de encima del tonel, y así capado, lo condujeron a una casa, en la que durante muchos días se le estuvo asistiendo.
El gobernador se divertía mucho con esta historia cuando, algún tiempo después, un primo del cura fue en secreto a buscar al señor Dolcibone, rogándole muy vivamente le entregase los cascabeles en cuestión, asegurándole que sería recompensado, porque el cura capado no podía sin ellos decir la misa. El señor Dolcibone, que esperaba a este comprador, había ya salado y ahumado la mercancía, y convino en que le darían por ella veinticuatro libras boloñesas. Concluido el negocio, fue riéndose desaforadamente a referir al gobernador la curiosa mercancía que había vendido.
Era esa una nueva y linda mercancía. Si se vendieran frecuentemente, el mundo estaría mucho mejor. Debía hacerse con todos los curas y estando obligados a rescatarlos tendrían doble perjuicio. Podrán llevarlos en su bolsillo, pero al menos no los llevarían vivos, ocupados en perseguir todos los días a las mujeres del prójimo y a mantener otras presentándolas como amigas, como amas o como parientas. Bautizan como sobrinos a sus hijos y no les da vergüenza llenar los lugares sagrados de concubinas y de niños nacidos de su lujuria y disolución.
Franco Sacchetti (1335)