domingo, 1 de marzo de 2015

Alféizar

Estoy cárdeno. Mientras me peino, al espejo advierto que mis ojeras se han amoratado aún más, y que sobre los angulosos cobres de mi rostro rasurado se ictericia la tez acerbadamente.
Estoy viejo. Me paso la toalla por la frente, y un rayado horizontal en resaltos de menudos pliegues, acentúase en ella, como pauta de una música fúnebre, implacable. . . Estoy muerto.
Mi compañero de celda hase levantado temprano y está preparando el té cargado que solemos tomar cada mañana, con el pan duro de un nuevo sol sin esperanza.
Nos sentamos después a la desnuda mesita, donde el desayuno humea melancólico, dentro de dos porcelanas sin plato. Y estas tazas a pie, blanquísimas ellas y tan limpias, este pan aún tibio sobre el breve y arrollado mantel de damasco, todo este aroma matinal y doméstico, me recuerda mi paterna casa, mi niñez santiaguina, aquellos desayunos de ocho y diez hermanos de mayor a menor, como los carrizos de una antara, entre ellos yo, el último de todos, parado junto a la mesa del comedor, engomado y chorreando el cabello que acababa de peinar una de las hermanitas; en la mano izquierda un bizcocho entero ¡había de ser entero! y con la derecha de rosadas falangitas, hurtando a escondidas el azúcar de granito en granito. . .
¡Hay!, el pequeño que así tomaba el azúcar a la buena madre, quien, luego de sorprenderle, se ponía a acariciarle, alisándole los repulgados golfos frontales.:
 -Pobrecito mi hijo. Algún día acaso no tendrá a quién hurtarle azúcar, cuando él sea grande, y haya muerto su madre.
Y acababa el primer yantar del día, con dos ardientes lágrimas de madre, que empapaban mis trenzas nazarenas.
                                   César Vallejo   Escalas: cuneiformes (1923)