Conocí a una tal Benedicta, que llenaba la atmósfera de ideal, y cuyos ojos vertían el deseo de la grandeza, de la gloria y de todo lo que hace creer en la inmortalidad.
Pero aquella joven milagrosa era demasiado bella para vivir mucho tiempo; así que murió a los pocos días de haberla yo conocido, y yo mismo fui el que la enterré, cierto día en que la primavera agitaba su incensario hasta dentro de los cementerios. Yo fui el que la enterré, bien encerrada en un féretro de madera perfumada e incorruptible, como los cofres de la India.
Más, mientras tenía los ojos clavados en el sitio en que estaba sepultado mi tesoro, vi de repente a una personilla que se parecía singularmente a la difunta, y que iba diciendo, entre estallidos de risa, mientras pataleaba sobre la tierra fresca con una violencia histérica y extraña "¡Soy yo, la verdadera Benedicta! ¡Soy yo, yo, una perfecta bribona! ¡Y como castigo de tu locura y tu encegamiento, me amarás tal como soy!"
Pero yo, enfurecido, respondí: "¡No! ¡No! ¡No!" Y para mejor acentuar mi negativa, di con el pie en la tierra, tan fuerte, que la pierna se me hundió hasta la rodilla en la sepultura reciente, y que, como un lobo caído en la trampa, sigo atado, quizá para siempre, a la fosa del ideal.
Charles Baudelaire El Spleen de París (1869)