La mano que levantaba los cuadros al revés para alentar las carcajadas, los iba entregando por tres, cinco, siete francos. Tehamana, su mujer, lloraba en silencio. "La casa del placer", con sus murales laterales, fue igualmente subastada y, con la misma sordidez, la imagen de Satán y el retrato de Teresa, y su bastón y su cocina. Gauguin había muerto en "flagrante delito", luego de ser multado con mil francos y encarcelado tres meses por apoyar las costumbres maorís, el culto a dioses ancestrales, en oposición al deseo destructivo de los misioneros. En el juicio se habló de festines de carne humana y divina, de orgías, de ingestión de jugos de fruta fermentados. Bien, señor Gauguin, así concluyeron sus cosas y su vida cuando usted se pudría casi a flor de tierra, pero ahora usted goza de la inmunidad que se le otorga a los muertos ilustres que han pasado a formar parte de la Historia del Arte.
Alguien recordará cómo se le llamaba en vida. "Mufle", parásito social, egoísta. . . Alguien recordará su macabra muerte, lejos de su viuda salvaje, de su casa del placer. Imaginar a Gauguin muriendo leproso, elefanciático, sifilítico, las piernas cubiertas por eczemas, quejándose de los continuos dolores que le producía aquella vieja fractura que le ocasionó algún borracho en Bretaña. Sí, el 8 de mayo de 1903, con una pierna colgando fuera del lecho aún caliente, Gauguin murió y algún salvaje corrió por el pueblo gritando: "el blanco ha muerto, venga", llamando a algún civilizado, mientras Tioka mordía con desesperación el cráneo de su amo y mascullaba entre sollozos: "ahora el hombre ya no existe. No tenemos más hombre". Y así quedó el cuerpo de Gauguin, pudriéndose, mientras los misioneros, como buitres que se ensañan con un cadáver, prohibían que su cuerpo fuera enterrado en el cementerio privado del arzobispo; tal vez temían alguna venganza de los dioses y la magia Matamúa.
Y quizá tampoco sea adecuado recordar la vida amorosa de Gauguin. Es posible que escandalice un poco que un señor de cuarenta años, un viejo cuarentón como dirán algunos, tuviera una vida de goce y felicidad con una niña maorí de trece años. No serán pocos a los que moleste imaginar a esta mole europea, a este corpulento y fornido señor Gauguin, echándose sobre el cuerpo bronceado de la pequeña criatura para realizar el horrible acto del amor, bajo el techo en cuya entrada el blanco había grabado orgullosamente "La casa del placer" y en cuyos muros laterales dos enormes murales tenían también inscripciones como "Sed amorosos y seréis felices y sed misteriosos y seréis felices".
A. Popof (1977)