No guardaba del lugar donde nació recuerdo grato alguno. Le habría gustado, me explicaba, nacer en ningún sitio para que en él pusieran sobre piedra solemne escrito en humo: Aquí nació nadie.
No tenía recuerdo duradero que no fuera el de la infancia cercada. Torpe lugar de nieblas insalubres. Descargadero innoble de deshechos del tiempo en estado de sitio. Pozo. Desde el brocal escrutas aún el fondo donde el agua sellada no recompone imágenes. Niñez y adolescencia sitiadas. Calle abajo venía un muerto prematuro con una indescifrable sonrisa en la voz ciega. Os dijisteis adiós. (Ya nunca volverían vuestros labios a unirse.) Alrededor todo tenía vida menor que un muerto. Era la mineral supervivencia del vacío de nada. Y en los pasillos, en las paredes, en los ridículos salones se escribía en palotes la parodia soez, la falsa historia de antemano negada.
Nadaba en el aceite un pez enorme. Tenía un ojo sólo; el otro, sumergido, abrasado, chirriaba. Lo miraste. Era tiempo de huir. Entonces dispusiste las palabras, ciertas palabras sueltas de sus sucios engastes, como puente de tablas sobre los dos abismos.
No conservaste imágenes, decías. Acaso sí. De una esquina de piedra y de un árbol segado. O la memoria de tu propio cuerpo, de un ave agonizante en las manos de nadie.
José Ángel Valente El fin de la edad de plata (1973)