Más vale admitirlo desde ahora: los hombres y las mujeres se necesitan mutuamente. Tanto da que, después de muchos cabezazos contra las paredes, de mucho rebelarnos y enfurruñarnos, nos rindamos y lo aceptemos con una sonrisa. Todos somos individualistas, todos somos egoístas, todos creemos intensamente en la libertad, por lo menos en la nuestra. Queremos ser perfectos y bastarnos a nosotros mismos. Y el hecho de que otro ser humano nos sea simplemente indispensable, constituye un duro golpe para nuestra autoestima. No nos importa elegir y seleccionar enfáticamente entre las mujeres. . . .o entre los hombres si la que debe elegir es una mujer. Pero tener que llegar al desagradable y punzante extremo de reconocer "¡Dios mio, no puedo vivir sin esta turbulenta mujer mía!", es algo espantosamente humillante para nuestra solitaria altivez.Y cuando digo "sin esta mujer mía", no me refiero a una querida, a la relación sexual en el sentido francés. Me refiero a la mujer, a mi relación con la mujer misma. Difícilmente existe algún hombre capaz de vivir con alegría sin una relación con determinada mujer: a menos que, desde luego, le haga desempeñar el papel de mujer a otro hombre. Y lo mismo puede decirse de la mujer. Difícilmente hay sobre la tierra una mujer capaz de vivir con alegría sin alguna relación íntima con un hombre: a menos que sustituya al hombre por otra mujer.
D.H. Lawrence (1885-1930)