miércoles, 28 de octubre de 2015

La piel del tiempo

     Mi niñez fue la nieve. Siempre nevaba sobre Salamanca y el frío acartonaba las orejas, ablandaba la nariz y trepanaba las rodillas, hasta el tuétano del hueso. El primer recuerdo que asentó mi memoria era una ciudad blanca, ensabanada y helada, traspasada por un viento gélido que enloquecía las veletas de las espadañas de las muchas iglesias, de las torres y palacios que erizaban el horizonte urbano y trastornaban mi cabeza. Mi madre me arropaba con amor y con mantas, junto a un brasero débil que apenas llega a calentar las pantorrillas, insuficiente para vencer el aire congelado que se metía por las rendijas traicioneras de las ventanas y las puertas mal ajustadas.
Los tejados destilaban los carámbanos, como cuchillos afilados, que agredían el paisaje de árboles sumisos y tejados unánimes, bajo la blancura de la nieve inmaculada. 
Siempre nevaba sobre nuestra pobreza de pan duro y leña escasa, administrada con usura por mi madre, que, para dormirme y hacerme olvidar el frío inhumano de la cama, me contaba la historia de mi abuelo, como si fuera un héroe de antiguas leyendas, invencible, alto como la catedral, fuerte como un tronco de caballos y loco como el Tormes, cuando se salía de madre. Era al mismo tiempo un príncipe dorado, un ogro hirsuto y un caballero andante, incansable y generoso, imprevisible y audaz.  
                                                                                Luciano G. Egido  (1928...)